Alejandro A. Moscoso Segarra - 10/7/2009
AUTORIDAD. PARA COMBATIR LA INSEGURIDAD DEBE IMPLEMENTARSE UNA POLÍTICA CRIMINAL EFICAZ Y EVOLUTIVA
En nuestro país el fenómeno de la criminalidad ha abierto una discusión interesante sobre aspectos de la política criminal que se hace necesario analizar con detenimiento.
Con este trabajo, pretendo contribuir al debate, con mi modesta opinión, sobre lo que entiendo debe ser la línea de acción para contribuir con la implementación de una política criminal de Estado.
Es oportuno precisar que los puntos de vistas externados en esta publicación los hago en mi condición de académico preocupado por el tema y no necesariamente es el punto de vista de los demás miembros del ministerio público.
El sistema penal en los últimos tiempos pone su atención a los fines de la pena, el cual se ha considerado de preventivo general. Sobre esto existe una serie de cuestionamientos respecto a la relación hombre-sociedad que son los siguientes: ¿Cuál es el lugar que tiene la pena en el conjunto de los instrumentos de control social? ¿Qué grado de tolerancia tenemos socialmente frente a la desviación? ¿Cuáles son los instrumentos de socialización con que cuenta la sociedad? ¿En base a qué hacemos responder penalmente a una persona y no a otra por la misma conducta? ¿Cómo se distribuyen las cargas sociales sobre problemas vinculados a la delincuencia en una sociedad? ¿Cuál es el daño que produce la desviación social en toda la sociedad? ¿Cuál es el grado de consenso alcanzado en esa sociedad sobre los valores fundamentales? Todas estas cuestiones deben tener un propósito, se guían por una direccionalidad social. Esa línea de acción es la Política Criminal.
La criminalización de una conducta continúa siendo un problema de carácter político, una decisión basada en una serie de valoraciones sociales, económicas culturales, las cuales son oportunas discutir.
Como nos plantea Laura Zúñiga, la primacía del político frente al jurista en la conformación de la ley se ha hecho evidente por lo menos en el ámbito penal, dando lugar a que la producción legislativa, en muchos casos, soslaye principios sistemáticos considerados fundamentales en derecho procesal penal y derecho penal sustantivo.
Esta situación no puede continuar y el jurista deberá saber ofrecer al político las líneas de equilibro entre las necesidades de lucha contra la criminalidad en una sociedad cambiante y compleja, y los principios constitucionales que constituyen paradigmas de la intervención penal. No hay tal contradicción entre eficacia y garantías. Lo que ocurre es que el sistema penal está resultando insuficiente para hacer frente a las de- mandas sociales de lucha contra las nuevas formas y maneras de actuar de la criminalidad a las que el legislador sí tiene que responder inminentemente.
Esto exige, por parte de la doctrina actual, cierta creatividad para diseñar propuestas de solución que, enmarcándose dentro de los parámetros constitucionales, resulten eficaces para contener las nuevas formas de criminalidad, por ejemplo, creación de tribunales especializados.
Quien pretenda conceptuar lo que se entiende por política criminal se enfrenta con una serie de dificultades que son importantes.
Para algunos autores la Política Criminal “… es un sector objetivamente delimitado de la política jurídica general: es la política jurídica en el ámbito de la justicia criminal”.
En cambio, para otros autores como Délmas Marty, es el “conjunto de métodos con los que el cuerpo social organiza las respuestas al fenómeno criminal”.
Mientras la primera establece que son respuestas del Estado, la segunda considera que son de la sociedad. Mientras la primera tiene como ámbito la justicia criminal, la segunda considera el fenómeno criminal no sólo desde el aspecto jurídico. En definitiva, mientras algunos plantean que la política criminal es el conjunto de respuestas penales del Estado, otros dicen que se trata del conjunto de respuestas de la sociedad frente a un fenómeno que es social: la criminalidad.
En una primera etapa se planteó que la política criminal era únicamente la represión del delito. Después, con el positivismo y el adventismo del Estado social, se sustentó como fin concreto de la política criminal la prevención de la delincuencia.
Pero las últimas tendencias apuntan hacia una concepción más amplia de los fines de las actuaciones políticas y jurídicas de los Estados, en relación a la delincuencia, considerando no sólo la prevención (entendida la prevención postdelictum y antedelictum) de la delincuencia, sino también el objetivo de controlar todas sus consecuencias: costos económicos y sociales del delito, de la sanción respecto del autor, respecto de las víctimas, en relación a los aparatos de intervención y a la sociedad en general.
En un primer momento, el fin era represivo; en un segundo momento el fin deviene en preventivo, y hoy se considera una serie de fines que trascienden a la prevención del delito y se piensa también en sus consecuencias: ¿cómo pueden ser los efectos sobre las víctimas, sobre el procesado, sobre la familia del procesado y sobre la sociedad en general?; es decir, hemos avanzado hacia una concepción mucho más amplia de la política criminal, para la cual la prevención trasciende al ámbito puramente penal y así conectar con todas las formas de control social, formales e informales.
La experiencia nos ha demostrado que una política criminal organizada sobre la base del miedo al castigo y a la represión tiene efectos contraproducentes, porque en lugar de tener efectos inhibidores en los sujetos puede constituir más bien un factor criminógeno, al aumentar el riesgo y así aumentar las ganancias ilícitas. Además, el fundar la eficacia preventiva en el miedo al castigo, parte de una premisa totalmente errónea, al entender que la criminalidad se origina exclusivamente en la debilidad del sistema penal, sin comprender que el fenómeno criminal es ante todo un problema social. En suma, una política criminal fundada en el castigo sin contar con los límites que le impone el Estado social y democrático de derecho, así como los derechos fundamentales, deja de ser una política criminal preventiva, para convertirse decididamente en una política criminal represiva.
El ejemplo más elocuente de lo anterior es el caso de la pena de muerte en los Estados Unidos, donde su mayor adopción en diversos Estados no ha significado un descenso de las tasas de criminalidad.
Al parecer, a la sociedad norteamericana tal sanción le produce un efecto simbólico de mayor seguridad.
Se ha discutido que una prevención que pretenda verdaderamente evitar la criminalidad, tiene que ser necesariamente etiológica, es decir, preguntarse por las causas, el origen del fenómeno criminal.
La sola disuasión o intimidación deja intactas las causas del delito, por lo que una prevención más amplia, que quiera disminuir el fenómeno criminal desde sus raíces, obligatoriamente tiene que ser etiológica. La prevención debe contemplarse, ante todo, como prevención “social”, esto es, como la movilización de toda la sociedad para abordar, solidariamente, un problema “social”. La prevención del crimen no interesa exclusivamente a los poderes públicos y al sistema legal, sino a la comunidad (juntas de vecinos, clubes deportivos y culturales, iglesias, etc.), a todos, pues el crimen no es un cuerpo ajeno a la sociedad, sino un problema comunitario más.
Hoy se habla de prevención primaria, secundaria y terciaria, de acuerdo a qué es lo que se pretende erradicar o evitar, las causas más próximas o más profundas del delito.
La prevención primaria se concentra en las causas de la criminalidad, a resolver el conflicto que subyace en el crimen, para neutralizarlo antes de que se manifieste.
Desde Von Liszt se insiste en que “la mejor política criminal es una buena política social”.
En efecto, no bastaría con promulgar una ley para luchar contra una determinada criminalidad, sino que es preciso también planificar una lucha a mediano y largo plazo, sobre todo en delitos que se presentan como endemias sociales en nuestro país y en la mayoría de los países latinoamericanos, como la delincuencia de menores, el tráfico de drogas, el secuestro, el robo, etc.
La prevención secundaria actúa después, no en los orígenes del delito, sino cuando el conflicto criminal se produce o se genera, cuando se manifiesta. Opera a corto y mediano plazo y se orienta selectivamente a determinados sectores de la sociedad, aquellos grupos y subgrupos que exhiben mayor riesgo de protagonizar el problema criminal.
Los operadores sociales de esta prevención son jueces, fiscales y policías. Aquí el que prima es el modelo punitivo; es decir, el del control en las calles y la prevención policial.
Como se ha señalado anteriormente, los estudios realizados en el pasado demuestran que la certeza y prontitud en la intervención penal es un factor disuasivo para los delincuentes, por lo que en los últimos años se ha impulsado un sistema preventivo de patrullaje en las calles de nuestro país (Plan de Seguridad Democrática) para aumentar la seguridad ciudadana.
Asimismo, la efectividad del sistema de justicia penal es importantísima como medida de prevención.
La prevención terciaria se refiere directamente a la población reclusa o interna y su fin es evitar la reincidencia.
En este caso, conecta con el fin de prevención especial positiva de la pena, concretamente en sus fines resocializadores, por lo que puede plantearse para ella también los mismos cuestionamientos hechos anteriormente. Esto es, actúa ya cuando el delito se ha cometido y no detiene las causas de la delincuencia, por lo que sus efectos son bastantes limitados. Considero que en este ámbito se debe incidir, sobre todo, en la asistencia post-penitenciaria, es decir coadyuvar con una serie de medidas económicas y sociales para ayudar al ex recluso a reintegrarse en la sociedad, que es lo que está asumiendo el nuevo modelo penitenciario.
Los instrumentos de la política criminal no sólo son jurídicos, sino que se enmarcan en la política social de un Estado. El compromiso social y estatal de luchar contra la criminalidad no puede ser unidimensional, centrado en la política penal. Por el contrario, la complejidad de la criminalidad y las características específicas que va tomando cada tipo de criminalidad llevan a cuestionarse qué debe estudiarse primero, criminológicamente, si la configuración social de dicha criminalidad, cuáles son sus formas de actuar, qué contexto social le favorece, qué contexto social la limita, etc.
En suma, antes de proceder a la selección de un programa político-criminal, hay que entender científicamente el fenómeno criminal de que se trate, teniendo en cuenta que como tal, el fenómeno es social y, en consecuencia, las respuestas no sólo pueden ser penales, sino que se deben contar con todo un sistema de mecanismos de respuestas institucionales y sociales, que abarcan las estatales, sociales, institucionales, educativos, formativos, comunicacionales, etc.
Una falencia de la política criminal de un Estado es precisamente que éstas centran su respuesta en la norma penal como mero instrumento simbólico frente al fenómeno criminal, sin establecer ninguna conexión con las ciencias empíricas, sin datos criminológicos ni estadísticos, sin verificar efectivamente sus efectos preventivos.
Basta que la sola amenaza de la sanción satisfaga el sentimiento de seguridad colectiva, propiciando con ello el consenso social.
Las causas de la inseguridad ciudadana son múltiples y las sufren casi todas las sociedades del mundo. En nuestro país, gran parte de ellas no se conoce con precisión.
En la mayoría de los países latinoamericanos la percepción del ciudadano común se inquieta ante el auge de la criminalidad, pero se preocupa mucho más cuando siente que existe impunidad, y que algunos actores de combatir el crimen se encuentran mezclados con los delincuentes, pues no solo los protegen, sino que llegan a formar parte de las organizaciones criminales, como ocurrió con el denominado Caso Paya.
Indudablemente, la criminalidad está presente y existe prácticamente en todas las sociedades del mundo, tanto en las sociedades más primitivas como en las más modernas.
Sin perjuicio de lo recientemente expuesto, un estudio realizado en el año 2001 por el Instituto de Criminología de la Universidad de Cambridge (Inglaterra), sugiere que “los problemas económicos tienen una influencia muy negativa en la educación familiar al aumentar el riesgo que los padres descuidan a sus hijos, o abusan de ellos o caen en medidas disciplinarias exageradas o erróneas. Los hijos de las familias con problemas económicos o sociales muestran más probabilidades de convertirse en delincuentes que otros”.
Es por ello que, para combatir el estado de inseguridad, debe implementarse una política criminal eficaz, a corto, mediano y largo plazo, dinámica, evolutiva, que pueda ir adaptándose a determinadas circunstancias de tiempo y lugar, comprometiéndose a otros organismos de la administración pública, especialmente los atinentes al trabajo, educación, salud, cultura, servicios sociales, a la justicia y a los organismos de seguridad, sin perjuicio de comprometer o integrar a otras organizaciones civiles, como clubes, colegios, sindicatos, comités barriales o vecinales, como ha sido el interés del presente gobierno al poner en práctica el Plan de Seguridad Democrática
http://www.listindiario.com.do/app/article.aspx?id=117305
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